Con una perseverancia conmovedora, durante casi medio siglo el climatólogo estadounidense Charles Keeling registró diariamente los niveles de dióxido de carbono de la atmósfera en el monte Mauna Loa, en la isla de Hawai. Comenzó en 1958 y lo siguió haciendo a pesar de la indiferencia de la comunidad científica, confiado en que sus mediciones continuas serían útiles en un futuro. El tiempo le dio la razón. Años más tarde sus datos alertaron por primera vez al mundo sobre la posibilidad de una contribución humana al calentamiento global. Hoy la llamada Curva de Keeling, una serie de actualización diaria disponible en la web que refleja el aumento abrupto de la concentración de CO2 en la atmósfera, es quizás el gráfico más relevante de la era en que nos toca vivir.

Según los expertos que estudian el cambio climático, lo que advierte de forma irrebatible la Curva de Keeling es que ya no nos queda margen para seguir emitiendo carbono –uno de los gases de efecto invernadero responsables del calentamiento global– y que si queremos evitar que el aumento de la temperatura mundial genere una catástrofe climática y altere para siempre el planeta tal como lo conocemos, debemos recortar drásticamente nuestras emisiones. En otras palabras, tenemos que empezar a pensar en términos de carbono. 


La mentalidad de carbono es un nuevo enfoque en la agenda sostenible global que comienzan a adoptar cada vez más líderes políticos, empresarios y también ciudadanos de a pie. ¿De qué se trata? Básicamente, de incorporar la variable de las emisiones de dióxido de carbono como una prioridad en la toma de decisiones. Ya sea proyectando una gran obra pública, lanzando un nuevo producto de una marca o incluso planeando unas vacaciones en familia, hay que tener en cuenta dos presupuestos: uno financiero y otro de carbono. Con la particularidad de que este último es fijo ya que hay un límite de carbono que no debemos sobrepasar si queremos evitar un colapso climático.

“Debemos desarrollar una hoja de ruta climática sólida e inclusiva a través de objetivos y métodos basados en la ciencia, e inculcar una mentalidad de carbono en las organizaciones, con el fin de reducir las emisiones netas a cero en todo el mundo, tan rápido como podamos”, dice la italiana Elena Morettini, geóloga con extensa trayectoria en la industria energética que ahora lidera el área de negocios sostenibles de Globant, el unicornio argentino que busca acompañar, a través de la digitalización y la tecnología, las transiciones energéticas de empresas de todo el mundo.

¿Es utópico pensar en un mundo descarbonizado en el corto plazo? Muchos son escépticos y señalan que el imperio de los combustibles fósiles tambalea hace tiempo pero que no termina de caer. La explicación es esencialmente económica: aunque no lo parezca, el petróleo es un bien muy barato. Incluso más barato que la Coca Cola. Así es: cuesta menos un litro de crudo que un litro de gaseosa. ¿Suena imposible? Si hacemos las cuentas nos daremos cuenta de que la afirmación es real. Veamos: un barril de petróleo tiene capacidad para casi 159 litros. Si tomamos el precio promedio de 71 dólares por barril en 2021, eso da unos 44 centavos de dólar por litro. Por su parte, la botella económica de tres litros de Coca Cola en un supermercado de Buenos Aires cuesta unos 2,90 dólares, lo que deja un valor de 96 centavos de dólar por cada litro. Si bien está claro que el precio del petróleo suele fluctuar y que estamos hablando de apenas la materia prima, el ejercicio sirve para entender por qué todavía predominan los combustibles fósiles a nivel mundial.

Sin embargo, algunos optimistas se ilusionan con el hecho de que por primera vez en la historia, decenas de países, cientos de ciudades y miles de empresas asumieron en público compromisos climáticos para reducir drásticamente sus huellas de carbono. El caso más emblemático es el de Estados Unidos, que se comprometió a disminuir a la mitad sus emisiones de gases de efecto invernadero para 2030, con vistas a alcanzar la neutralidad en carbono para 2050. En la otra esquina del ring geopolítico, China, el principal contaminante global, hizo lo propio. Incluso el gobierno argentino estableció ambiciosas metas con el objetivo de limpiar su matriz energética. 

Entre los que promueven la necesidad de empezar a pensar en términos de carbono, una idea viene pisando fuerte: para evitar un colapso climático todos deberíamos calcular nuestra propia huella de carbono personal. ¿Cómo se calcula? Haciendo un inventario de nuestras actividades individuales que generan gases de efecto invernadero durante un año. Existen distintas aplicaciones gratuitas para el teléfono que ayudan a medir la huella. El siguiente paso es reducirla, reemplazando esas actividades muy contaminantes por otras bajas en carbono. Pero como no podemos alcanzar una vida sin emisiones y todo lo que hacemos deja una huella, el último paso es compensarla, es decir, equilibrar la cantidad de carbono que liberamos a la atmósfera, por ejemplo restaurando bosques u otros ecosistemas que sirven como sumideros de carbono. Se estima que para compensar su huella personal, en promedio cada argentino debería plantar unos tres árboles por año. Un objetivo que puede parecer lejano pero que es alcanzable si combinamos la tenacidad que alguna vez mostró Keeling con una mentalidad de carbono.